La cubanita, el kaibil y la vaquera

Hoy tuve una profunda sensación. De esas que te estrujan el alma. Una llena de nostalgia agridulces y amores ácidos. 
Encontré viejas fotografías de mi infancia.  En ellas redescubrí la alegre sonrisa de una niña de once años, y noté también la chispa de vida que casi pierde una vez.  Encontrar a la muchachita de ojos pizpiretos imaginando y ejecutando obras de teatro junto a la habilidad de sus hermanos dispuestos a seguir el guión de sus inquietos pensamientos, fue como desempolvar un cofre lleno de joyas preciosas. 

Ahí estaba yo vestida de vaquera, llevaba una mochila invisible al hombro llena de ingenuidad y alegría, pero sin botas para caminos difíciles.  Lista o no, estaba montada, aunque no lo supiera, sobre un toro fuerte y salvaje en el ruedo.  Por fortuna siempre supe no mirar al toro, sino agarrarle el cuerno, pero sí que me zarandeó, golpeó y lanzó a la pared con fuerza muchas veces... en la vida, dejándome muy mal herida. Ahí tirada sin fuerzas, tragué polvo mientras escuchaba a la tribuna atragantarse con su propia risa, y eso me destrozó aun más que el toro.  Sin embargo, un buen día decidí que ni el toro, ni yo pertenecíamos a ese lugar.  Si bien, sigo domando al animal, ya no lo hago desde la perspectiva del mundo, sino ante los ojos de Dios.

Mi hermano era el kaibil de la escena, fue reclutado desde muy joven por seres sin escrúpulos que le robaron la inocencia, llevándolo por campos sumamente minados y peligrosos.  Varias veces salió herido profundamente, casi perdiendo la vida, casi perdiendo la identidad que es aún peor.  Gracias a una fuerza inexplicable de Amor ha logrado mantener la dignidad a flote, pero su ubicación está en medio de un océano basto y desconocido, y su inerte situación produce paradogicamente una onda que se convierte en una ola de medidas descomunales alcanzándonos a todos en la playa de los que no aprendimos a nadar. Nos hicimos de muchas heridas durante el daño colateral, heridas que supuran todavía desaliento, culpa y desdén. Con los años aprendimos a ocultarlas con bonitos vendajes entre la gente de superfluas conversaciones. Ocultarlas, entre los morbosos que en definitiva no ha ido a la guerra... gente que no se ha visto entre la disyuntiva de morir o salvar.

La más pequeña de los tres, resultó ser la más grande aunque a veces no se lo crea.  La cubanita de mi vida, de panza pelada, siempre alegre y desenfrenada, se fue detrás de la estrella que la logró conquistar. Ella eligió unos escenarios muy diferentes a los nuestros, aceptando nunca papeles secundarios.  Los más grandes roles la han llevado a veces a los dramas más profundos de la existencia humana y de su propia existencia, pero lejos de perderse en ese torbellino de emociones, termina cabalgando con gracia y valentía la fiera que la quiso vencer.   
Aunque no le pueda seguir el paso, llevar el ritmo o alcanzar la nota, sé que no se conformará jamás con estar tras bambalinas y luchará con uñas y dientes por la justicia y la verdad, pero a veces es tal su fuerza que logra con ella construir una dura coraza alrededor de su triste corazón, que ni la cubanita de aquellos años logra entrar.  Algún día, cuando llegue su tiempo, será ella la que me vista de azahres y me lea los cuentos.

Mientras tanto, la cubanita en la estrella, el kaibil a flote y la vaquera de otro ruedo, se buscan sin pedirlo y se encuentran sin saberlo: en una canción, y en un sueño, o en la oración.


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